La inversión de la realidad es la característica esencial del fenómeno monetario. Lo era en tiempos de Marx, aquel viejo barbudo. Lo es infinitamente más aún hoy, en tiempos de la financiarización de la economía, con sus «productos derivados», las criptomonedas y todo aquello que lleve a presentar a lo monetario, y no al trabajo, la producción y la distribución, como la esencia misma de la economía.
La oportuna observación de José Miguel Amiune volcada en su comentario a propósito del artículo Milei o el juego de la disociación publicado en Y Ahora Qué, invita a reflexionar, siguiendo sus conceptos, sobre la alienación como un fenómeno social extendido en la Argentina actual y volver, desde ese ángulo, sobre el singular caso de Milei.
Dice Amiune: «La disociación es la característica de la alienación en la sociedad contemporánea. Milei es una expresión desmesurada de ese trastorno emocional. Su idea de la libertad lleva a la esclavitud. Como en la parábola del amo y el esclavo de Hegel, Milei es esclavo del personaje que ha creado: ‘El mayor profeta de la libertad en el mundo’. La autoafirmación permanente de su ‘excepcionalidad’ lo mueve a creer que la realidad, el mundo, debe ajustarse a sus ideas y no su conducta a la realidad y a la investidura que tiene. A partir de su ruptura con la realidad, imagina y se ve a sí mismo como el líder de una cruzada que no existe. Su megalomanía lo condena a la disociación mientras, insólitamente, predica una libertad ilusoria”.
Una síntesis que, por demás, se ajusta a los hechos. El problema es que su alienación arrastra a la sociedad argentina a marchar al más rotundo de los fracasos, aunque transitoriamente (y en eso consiste precisamente el estado de disociación con la realidad) en sus entusiastas seguidores, especialmente en quienes se fanatizaron, no exista ni un atisbo de conciencia sobre el zafarrancho que está en curso.
Desde la perspectiva de los autores en los que abreva Milei, los economistas formados en el keynesianismo o en algunas de las variantes que dieron nacimiento a las distintas escuelas del pensamiento heterodoxo, por llamarlo de alguna manera, no advierten que están mirando el mundo al revés. Podría expresarse así: ellos creen que la economía debe centrar su foco de atención en la esfera real, asentada en el trabajo, la producción y la distribución, cuando lo “verdaderamente real” es lo monetario y todos sus derivados.
El considerar lo monetario como lo primordial, se sabe, creó el monetarismo. Cuando sus representantes, como el caso del emblemático Milton Friedman, hablan de “mercado”, en realidad lo hacen practicando un reduccionismo que lleva incluso a distorsionar ese concepto, entendiendo como mercado a todo lo concerniente a lo monetario y, por extensión, a lo financiero. Algo que, siendo real, no abarca ni mucho menos todo lo real. Pero así operan las simplificaciones, convirtiendo lo relativo en absoluto.
Ya el viejo barbudo, como suele mencionar Milei al temible Carlos Marx, cuyo espectro lo sigue perturbando tanto o más que el fantasma de John Maynard Keynes, había escrito párrafos memorables sobre el fetichismo de la mercancía y el carácter fantasmagórico y misterioso de la moneda. Decía Marx que ésta adquiere propiedades «físicamente metafísicas», que le otorgan a su materialidad corpórea atributos de los que carece, creando un efecto de fascinación precisamente por el carácter misterioso que se mantiene oculto. Sin embargo, es una simple apariencia, un espejismo: las propiedades de la moneda, ni en aquellos tiempos ni mucho menos ahora – como se demuestra con la existencia de la moneda virtual – no derivan de su materialidad corpórea, sino que ésta simplemente funciona como representante, en calidad de signo, de las relaciones sociales que toman cuerpo en la circulación e intercambio de mercancías o, para usar términos actuales, de productos y servicios.
La inversión de la realidad es la característica esencial del fenómeno monetario. Lo era en tiempos del viejo barbudo y lo es, infinitamente más aún hoy, en tiempos de la financiarización de la economía, con sus «productos derivados», las criptomonedas y todo aquello que lleve a presentar a lo monetario, y no al trabajo, la producción y la distribución, como la esencia misma de la economía. No es necesario recordar el deslumbramiento que produce la fantasía de hacer dinero de la nada y, por arte de magia, dejar atrás la escasez e ingresar súbitamente al reino de la abundancia.
Como nota al pie, cabe recordar que Umberto Eco, autor entre otras obras de ficción de la genial novela El Nombre de la Rosa, en su Tratado de Semiótica General destaca que el mismísimo Jacque Lacan llegó a considerar a Marx, por los análisis citados, como el creador del concepto de síntoma, aplicado ampliamente por las ciencias. Un concepto estrechamente vinculado al del signo, pilar fundamental del edificio construido por la semiótica, que demuestra que cualquier objeto, material o ideal, puede funcionar como representante de un “otro”, haciendo que ese otro “hable” y se manifieste a través de él.
Un enfoque tan necesario como el agua para intentar descifrar los significados de procesos sociales y políticos que tienen lugar en la era de la revolución digital, las redes sociales y sus influencias sobre la comunicación. Ya que, como lo han descripto diversos autores, la “digitalización del mundo” genera también una suerte de espejismo, donde la “realidad física y tangible” queda sometida a los dictados de la “realidad virtual”. No es lo virtual lo que debe demostrar que se ajusta a la realidad o que existe en función de ella, sino que a la luz de la mirada de quienes quedan subyugados por los efectos hipnóticos de lo virtual, es la propia realidad tangible -incluyendo la realidad social- la que debe demostrar su condición de veracidad o falsedad, según coincida o no con la “realidad virtual”.
Pero volvamos al Presidente, al parecer eufórico por la aprobación en el Senado de la esquelética Ley Bases, la punta del iceberg de las “más de tres mil reformas” que tendría bajo la manga para retirar al estado de la vida económica y hacer que los argentinos ingresen definitivamente al mundo de la libertad. ¿Pero quién realmente mira el mundo al revés? Mientras los simples mortales para sobrevivir estemos condenados, en nuestra cotidianeidad, a alimentarnos, vestirnos y cubrirnos con un techo, la verdadera libertad, la libertad real, comienza con la satisfacción de aquellas necesidades básicas en contraposición con la esclavización que impone la escasez extrema y la angustia de vivir el día a día con la incertidumbre de no saber si se tendrá siquiera un plato de comida. Y no se trata de una exageración, si consideramos que en la Argentina actual, según el último informe de la UNICEF que se acaba de difundir, más de un millón de niños y niñas dejan de comer alguna comida durante el día y el 32,2% de los niños y adolescentes se encuentran en emergencia alimentaria, con todas las consecuencias presentes y futuras que esa restricción criminal trae consigo.
La atención de esas necesidades, imprescindibles para crear las condiciones mínimas de una vida digna y no truncar las posibilidades de desarrollo de todo aquel que llega al mundo, solo se resuelven con trabajo, producción, salarios y acceso a los bienes tangibles, sin olvidarnos de todo aquello que solo el Estado puede garantizar que suceda, comenzando con el acceso al cuidado de la salud y la educación. Pero, como sabemos, la ortodoxia y el dogma libertario consideran que todo lo mencionado son meras variables de ajuste en aras del logro de las metas monetarias y financieras. De allí que, en oposición a esa concepción dogmática, mantenga plena vigencia el concepto de que “el trabajo humano es la clave de toda cuestión social”, que sintetiza la línea fecunda del pensamiento de la Iglesia, impulsada con fuerza a partir del Concilio Vaticano II, y que el Papa Francisco ha dado muestras de sostener con firmeza y coherencia.
Podría decirse, contrariamente, que Milei milita la alienación monetarista con una desaprensión e insensibilidad que no deja de asombrar. Y lo más peligroso del caso es que, al parecer, lo hace con la convicción de quien se siente dueño de la verdad. Esto lo lleva a concebir que lo primordial es cumplir con las reglas de la ortodoxia monetarista, sin importar los costos que la sociedad deba pagar. No interesa si para ello se dejen de hacer obras públicas, paralizar la construcción de rutas y escuelas o llevar agua potable y cloacas a quienes carecen de esos servicios. Tampoco importa que se reduzcan las jubilaciones y los salarios o que las fábricas y comercios bajen sus persianas por carecer de un mercado con capacidad de consumo, que crezca la desocupación o se dispare la pobreza y la indigencia. Todo eso es irrelevante si lo comparamos con el logro de alcanzar (ficticiamente) el equilibrio fiscal y, a través de las llamadas reformas, dejar finalmente que sea el “Dios Mercado” el encargado de premiar y castigar, es decir, de hacer “justicia” poniendo en su lugar a cada individuo de acuerdo a sus méritos o desméritos.
Una fórmula que por su simpleza suena atractiva si se tratara de un cuento para niños, aunque por su precocidad actual rápidamente los llevaría a descubrir que se trata de un burdo engaño. Pero al parecer, paradójicamente, aún deberá pasar mucha agua bajo el puente para que los muchos que todavía de buena fe se sienten esperanzados en las fantasías del relato libertario, tengan su baño de realidad y se liberen del estado emocional que los enceguece y obnubila.
“No es necesario recordar el deslumbramiento que produce la fantasía de hacer dinero de la nada y, por arte de magia, dejar atrás la escasez e ingresar súbitamente al reino de la abundancia”. Faltó agregar como creía el Kirchnerismo con la máquina de imprimir, no?