Trabajo, cultura, integración

Estamos en una etapa particularmente frenética de confusión que no es casual ni espontánea, y se ha convertido en un campo de batalla muy sofisticado no precisamente propicio para que brille la verdad, que nunca se presenta rutilante sino en forma dinámica.

El trabajo nos nutre, nos educa, nos organiza, nos acerca, en definitiva: nos une… y esta enumeración podría seguir, pero la hacemos cortita sólo para entrar en tema.

En estos tiempos líquidos, en los que en apariencia, “todo lo sólido se disuelve en el aire”, es posible que sea útil volver a pensar conceptos básicos que en el trajín de las noticias desinformantes van quedando en segundos planos y de algún modo olvidados.

La cultura humana, entendida en su sentido más abarcativo, es fruto del trabajo y este a su vez resulta de la necesidad inicial de supervivencia y convivencia, dos fenómenos que se exigen mutuamente. En las comunidades más primitivas aparece muy tempranamente la asignación de roles y funciones que van más allá, incluso, del reparto de tareas entre los miembros de las comunidades que evolucionaron de los agrupamientos primigenios hasta las complejas sociedades contemporáneas.

Ciertas visiones simplificadoras se detienen en la organización jerárquica, por cierto necesaria, ignorando el hecho obvio de que donde hay dirigentes siempre existen muchos más “dirigidos” que no se limitan a cumplir su parte de labor en el dispositivo que evoluciona siempre, aunque no al mismo ritmo ni todo el tiempo y que el dinamismo no es usualmente promovido por los guardianes del orden.

La cultura es el complejo de aprendizajes y experiencias, incluyendo la maduración que la humanidad va asimilando como reflexión teórica. Esto es importante decirlo porque estamos en una etapa particularmente frenética de confusión que no es casual ni espontánea y se ha convertido en un campo de batalla muy sofisticado no precisamente propicio para que brille la verdad, que nunca se presenta rutilante sino en forma dinámica.

Y no por ello hay que retirarse de ese campo, invocando la confusión general, sino todo lo contrario: se trata de buscar los elementos útiles para mejorar el conjunto de la vida comunitaria, objetivo frecuentemente omitido por las mensajerías ideológicas que cuentan con mayor difusión dada su situación de poder en los flujos comunicacionales masivos. Allí domina la atomización más deliberada.

Si la acción humana transforma la naturaleza y al mismo tiempo la propia sociedad, tal como es la sustancia de la cultura, constatamos un “ida y vuelta” constante de efectos mutuos y múltiples. La especie humana se construye a sí misma haciéndose progresivamente consciente de sus limitaciones y prioridades y esa conciencia desafía los sucesivos “órdenes establecidos” con que se rige la organización existente, que requiere “mejoras” constantes para no estancarse y ponerse a crujir. Y el poder, cuya primera necesidad es reproducirse, no siempre actúa con un sentido generoso o ampliador, más bien lo contrario.

Asistimos, sin embargo, a lo que bien podría describirse como una paradoja: la elevación de la calidad de vida requiere a su vez de un proceso de acumulación que lo alimente. Allí tenemos una tensión que debe resolverse positivamente, es decir, con un sentido integrador que atenúe la desigualdad. No es nada fácil y es el principal desafío que enfrentamos como género humano pero del que somos muy parcialmente responsables a escala local, nacional.

La fabulosa progresión de la productividad registrada en las últimas décadas, al punto que a este periodo se lo considera un salto cualitativo de la civilización que consiste en una aceleración del proceso de centralización y acumulación del capital a nivel mundial, tiene un correlato menos visible en la comprensión de las cambiantes relaciones de fuerza y las operaciones comunicacionales que emanan de la competencia monopólica y los bloques de influencia geográficos. Líquido –de este modo– viene a ser confuso, cambiante y deliberadamente irracional a juzgar por el carácter esquizofrénico de los intercambios.

¿Y por casa cómo andamos?

Bajemos a tierra, a la parte del planeta en que nos toca vivir y de la que somos primariamente protagonistas, no siempre relevantes.

En primer lugar, la cultura que forjan los seres humanos adopta –en esta etapa del devenir histórico general– formas nacionales, lo que constituye otra paradoja: se nos dice que hay un progreso universal, pero los avances en la calidad de vida (y todo lo que ello incluye) se registran a escala nacional cuando se trata de comunidades, no de grupos oligárquicos. El discurso globalizador no ha muerto aunque ha perdido hierro en el marco de la competencia mundial entre “occidente” (que incluye a Japón, je) y “oriente” que suma al país más grande, Rusia y, por supuesto China, India y el conglomerado árabe y malasio.

Lucha de titanes que no nos es ajena, pero de la que somos una estribación lejana pero no inexistente. La Argentina, pese a su debilidad manifiesta, sigue teniendo un cierto punto de atención sobre todo como campo de operaciones financieras internacionales (deuda), aunque todavía se diga que nuestra “ratio” es pequeña en relación a su potencial. O  precisamente por eso, pensándolo un poco mejor.

Nuestro perfil cultural, (identidad) es nítido y tenemos fuertes relaciones e intercambios con los pueblos vecinos, gravitando en los  negocios predominantemente Brasil pese a la poca incidencia en las restantes relaciones culturales. Aquí apuntemos que los acercamientos crecen más rápidamente en los últimos tiempos y deberían ser foco de nuestra prioritaria política continental porque el despliegue de las capacidades de nuestro vecino gigante y sus propias contradicciones y desigualdades se proyectan fuera de sus fronteras, hacia todos sus países colindantes.

Como corresponde, cuando hablamos de cultura, hay que empezar por el idioma, el medio de las interacciones humanas por definición. (Al principio era el verbo).

Jorge Luis Borges en los años veinte del siglo pasado dictó su famosa conferencia “El idioma de los argentinos” (donde defendía la identidad de nuestra lengua frente a la española reconociéndole su condición tributaria), que luego fue parte con el mismo título de un libro de ensayos muy interesante, porque tenía investigaciones de cultura popular que luego parcialmente repudió.

No es casual que Borges incluyese estos versos en su Fundación Mítica de Buenos Aires:

“El primer organito salvaba el horizonte

con su achacoso porte, su habanera y su gringo.

El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,

algún piano mandaba tangos de Saborido.”

Donde, con los primeros pasos de melodías e instrumentos, va también el rumor de las preferencias políticas populares…

Con el idioma nacional se fue construyendo la identidad cultural, conforme el país iba desplegando sus oportunidades dentro del moderno sistema mundial (Wallerstein) pero sin dejar de amasar el legado colonial con las incorporaciones migratorias. Ese proceso tuvo componentes proyectuales (educar al soberano es una consigna que exhibe una verdadera política de estado que muestra a su vez el paternalismo oligárquico del 80) pero que se enriqueció con las mil variantes del habla, los saberes (trabajos y oficios) de las vivencias populares al amalgamarse también con los aportes de las zonas y regiones y los modismos adaptados de los recién llegados.

Todo esto acontece camino andando de la ocupación territorial, convirtiendo la primigenia cultura del cuero que venía desde las vaquerías y saladeros del siglo XVII, que en la mitad del XIX tiene su ciclo ovino (lanas y cueros) para estallar con las exportaciones de carnes enfriadas.

Eso trajo el ferrocarril y el alambrado, preludio de la revolución en las pampas (Scobie) que generó la expansión cerealera. Nuestro ingreso a la cultura del acero se hizo por la vía de las necesidades de infraestructura de la expansión agropecuaria de exportación es decir, sesgada y por lo tanto implicaba sólo por arrastre una incorporación material del maquinismo;  es decir, no era protagonizada por la producción en masa que caracterizaba la revolución industrial europea y estadounidense.

Así pues los oficios que se desplegaron mayoritariamente en la Argentina pastoril eran los que correspondían al modelo agroimportador (que al ser redenominado como agroexportador pierde la mitad de su contenido): trabajadores rurales en proporción numérica desventajosa frente a empleados del ferrocarril, los puertos, los bancos, las compañías de seguros, el comercio y, entre otras la burocracia estatal que fue inicialmente relativamente pequeña dado que las empresas principales tenían sus propios dispositivos de administración para subrogarla. El despliegue de los servicios estatales no se hizo esperar: educación, salud, defensa, correos, etc. Con el aluvión inmigratorio el mayor déficit fue habitacional.

Sin embargo, teniendo la tierra propietarios (entre ellos el estado) el poblamiento de la región en expansión, la pampeana, se concretó en forma de pueblos y ciudades, muchísimos surgidos en torno de las estaciones de ferrocarril.

El trabajo no se desplegaba en todo su potencial, o no en la proporción en que lo hacía el ímpetu exportador. La incipiente mecanización agraria hizo florecer pequeñas herrerías en esos pueblos desperdigados, pronto transformadas en talleres para atender las necesidades de ese proceso que naturalmente en no pocos casos pasó de ser un servicio a constituirse en industrias de asistencia a las explotaciones rurales y sus servicios auxiliares. El protagonismo de ese proceso lo tuvieron numerosos inmigrantes, italianos en su mayoría que llegaron a ponerle el nombre a la región en mayor auge: la pampa gringa.

Viejos oficios artesanales se replegaron a las regiones interiores y llegamos, en un colmo, a importar ponchos de Inglaterra, prenda preferida por las poblaciones locales por su funcionalidad frente a las inclemencias del campo. Era una inserción absorbida en toda la regla por la potencia dominante que, a cambio, radicó una proporción enorme de sus inversiones en el exterior en estas tierras del Plata.

La urbanización moderna, potenciada por la riqueza de los grandes propietarios rurales,  sin duda fue un factor que impidió una primarización completa de los trabajos en la Argentina. Crecimos de un modo torcido, pero crecimos. Eso explica que, sin llegar a ser ampliamente representativas, las organizaciones sindicales no se hicieran esperar, pero curiosamente los trabajadores urbanos e industriales se agruparon primero por afinidades nacionales de sus países de origen antes que por los oficios y sectores productivos.

Tuvimos, de este modo, una clase obrera urbana organizada muy tardíamente aunque adelantada respecto de otros países latinoamericanos.

A principios del siglo XX ese ciclo estaba cumplido y la asimilación de la masa inmigratoria estaba en pleno proceso de despliegue. Pero el modelo agroimportador ya mostraba signos de agotamiento aun cuando todavía se tiraba manteca al techo, según citamos frecuentemente al agudo estudioso Alejandro Bunge que lo advirtió en sus escritos. La clase dirigente se anotició de ello con la crisis del comercio mundial del 29/30, dos décadas más tarde.

Tuvimos un perfil moderno en las ciudades principales pero instaladas en un país todavía agrario y ello configuró un tipo de sociedad donde los trabajos de servicios, en proporción, eran más numerosos que los directamente productivos.

La representación política se mejoró muy trabajosamente, no sin un quiebre en el bloque oligárquico dominante y recién en 1916, con la llegada del Peludo a la presidencia de la Nación, podemos hablar de una ampliación real de la sociedad política y el afianzamiento de una institucionalidad republicana con fuerte impulso democrático. Justo el momento en el cual el actual primer magistrado considera que empezó la decadencia argentina. Curioso, pero demasiado enfocado como para ser un error de apreciación casual.

El trabajo industrial, en términos cuantitativos, aún era mínimo, muy por detrás de la actividad comercial export-import y sus complementos burocráticos necesarios, como se dijo.

La crisis del 30, con el ominoso símbolo del golpe de estado y el intento del retroceso a una sociedad patriarcal que ya no existía nos dejó a las puertas de otra gran transformación del mundo laboral que, por supuesto, incorpora los avances tangibles que se registraron durante la década siguiente, llamada “la infame”, en cuyo transcurso entre otros avances se expandieron los caminos que unificaron el territorio allí donde el ferrocarril no había tenido interés en desplegarse. En la proyección al más dilatado territorio nacional el riel lo había hecho sobre todo por iniciativa integradora del sector público antes que (o en contraste con) las compañías dedicadas al transporte de los bienes exportables.

Ello es explicable por la crisis anterior del modelo agroimportador. El automotor le fue ocupando a ferrocarril el lugar que la falta de inversión fue dejando espacios en disponibilidad y ese estancamiento fue el resultado de la caducidad del modelo que nos había dado una notable prosperidad, concentrada en lo que al reparto de la renta resultante se refería.

Equívocos sobre el modelo sustitutivo

Innumerablemente citado, el modelo sustitutivo de importaciones nunca fue una política de estado, salvo en breves y significativos períodos de tiempo sobre los que habrá que volver, sino una fundamentalmente consecuencia de varios factores, tanto del crecimiento interno como de las crisis externas, en particular las guerras mundiales.

Por ello, declarar “agotado” algo que nunca existió como proyecto político durable es un derrotero para no comprender el proceso real que se registró con la aparición de industrias surgidas por impulsos emprendedores particulares que prosperaron o se extinguieron por su cuenta y riesgo. Por eso después, a través de sucesivas crisis sectoriales y cambiarias, surgieron no sin cierta improvisación los instrumentos institucionales de ordenamiento del comercio exterior, entre otros motivos y sin excluir los ideológicos, durante los años treinta y cuarenta.

En este tránsito el mundo del trabajo, creador de cultura, se diversificó, en dimensiones que no tenían un correlato amplio en la estructura productiva.

Y aun así, sufrimos políticas desindustrializadoras en varios momentos de la historia reciente. (1955, 1962, 1967, 1976).

Las últimas siete décadas muestran, en términos de producción y trabajo, un panorama muy complejo y preocupante. Por un lado existen organizaciones productivas que, con dificultades, mantienen un cierto nivel de actividad. No contienen mucho más de un tercio de la población activa en condiciones de desempeñarse en un trabajo formal. Es mano de obra sindicalizada, pero no necesariamente con ingresos por encima del nivel de subsistencia. Esa cualidad está reservada para segmentos que logran colocar producciones en el mercado interno (alimentos, por ejemplo) y, con suerte y sujetos a frecuentes avatares, exportar. Es el caso de ciertos granos, en particular la soja, y derivados con cierta elaboración (harinas y aceites). 

Dos tercios de la población, al menos, afronta dificultades laborales, incluso en la porción que se registra como formalizada. Curioso es que los índices oficiales de desocupación no ofrecen números confirmatorios porque sólo registran a quienes buscan trabajo como carentes de empleo.

Se trata de un panorama extremadamente desafiante y al que las políticas de ajuste sólo empeoran.

Quienes suelen negar los indicadores de pobreza, sin entrar a indagar las motivaciones de sus motivaciones psicológicas, señalan que de todos modos la gente se las arregla para trabajar.  Hay algo más que una pizca de verdad en ello, pero no la suficiente como para justificar el desentendimiento de una política de inversiones y ampliación de la oferta laboral porque de cualquier modo se trata de trabajo precarizado, inestable y, sobre todo, con remuneraciones insuficientes.

Asistimos de esta manera a una “flexibilización regresiva”, bien distinta de la que proclaman como panacea los apologistas de la reforma laboral, quienes argumentan simplificadamente que la “desregulación” aumenta automáticamente la oferta de empleo. Eso no es cierto en sentido absoluto, pero como todo en temas tan complejos, también admite una mirada más detallada.

Cabe anotar, por ejemplo, que con independencia de la inspiración poco solidaria de la visión laboralista del actual gobierno, una medida como permitir que un autónomo tenga hasta cinco colaboradores sin establecer relaciones de dependencia puede beneficiar directamente a pequeños emprendimientos hasta su despliegue como pequeñas empresas.

El ámbito del trabajo, tanto local como mundial, se presenta hoy con sublimaciones que sólo se podían soñar hace medio siglo. El trabajo en la línea de montaje, que representó durante al menos un siglo el desempeño del trabajador industrial (el fordismo, suele decirse) es cada vez menos el panorama principal que vemos al asomarnos a estas cuestiones. La automatización e informatización de los procesos de producción (sin olvidar su internacionalización) ha diluido lo que conocíamos como una imagen analógica.

Todo ello debe ser sometido a análisis y debates, con el dictado de legislaciones que protejan y no desmantelen o degraden los ingresos laborales. No se trata de ensalzar el empleo basura que aniquila el salario sino de asegurar que la reproducción y ampliación de la fuerza de trabajo, base de la prosperidad familiar y social, pueda llevarse a cabo de modo virtuoso.

Nada más lejos que una “desregulación” salvaje.

Realidades actuales

Una empresa contemporánea no selecciona en estos tiempos mano de obra (también la inteligente) por la experiencia laboral, puesto que las búsquedas de trabajadores suelen concentrarse en aptitudes y capacidades de jóvenes, en quienes las pretensiones de remuneraciones altas se moderan fuertemente por la alta competencia, donde lo que se busca es la capacidad de adaptación y la disponibilidad para el desempeño de tareas que no necesariamente se realizan dentro de rígidos moldes horarios. La capacitación es continua y en numerosos casos “in company”, es decir en el propio desempeño de las labores asignadas.

Son hechos y procesos en curso, no tiene caso luchar contra ellos congelando situaciones que se registran cada vez menos en la realidad de las empresas. Sí tiene sentido, y necesidad aplicar sentido práctico y organizacional, actuar favoreciendo adaptaciones que signifiquen en la práctica que haya más gente trabajando.

La tendencia al pleno empleo, principal estímulo para el aumento del salario real, requiere condiciones que hoy no se ven fácilmente, dada la atomización existente. Esto no quiere decir que se trate de procesos  incomprensibles o que no se puedan mejorar en el marco de estímulos bien diseñados y concomitantes con las tendencias generales. Eso sí, el marco nacional para la legislación sigue pareciendo el contexto obligado, porque la aniquilación de los ingresos –y por lo tanto el achicamiento de la demanda– en el marco globalizado da como resultado el aumento de la desocupación y la caída de las remuneraciones hasta para una amplia gama de empleos formales.

Mirado desde el conjunto social, enfoque imprescindible para no caer en la lucha brutal del todos contra todos, es ineludible reformular los criterios con que se administran los ingresos de los sectores pasivos, jubilados, pensionados y otros.

La idea del ahorro durante la vida activa para gozar de un retiro digno en la vejez, por el sistema que fuese, se correspondía con una sociedad donde la mayor parte de la población económicamente activa tenía trabajo y las remuneraciones en promedio permitían sin grandes sobresaltos la reproducción de las fuerzas laborales. Lo más parecido que existió fue el estado de bienestar de la segunda posguerra. Esto no es más así. La proporción entre activos y pasivos cambió sustancialmente al prolongarse la esperanza de vida y orientarse la incorporación de tecnología en el sentido de ahorrar mano de obra empleada.

Hay que repensarlo y rediseñarlo sobre bases conceptualmente nuevas, puesto que el estrechamiento de los recursos asignados a la clase pasiva contrasta fuertemente con el aumento de la productividad general. Una vez más en este tema se verifica que el marco nacional es el único que puede resolverlo con un sentido solidario. El sistema globalizado no se apiada de los pobres del mundo, los utiliza como ejército de reserva para bajar pretensiones salariales o desprecia –cada vez más– como sujetos de derechos humanos extendidos.

Un nuevo diseño

En toda partes se requiere resolver estos desafíos y cada país, cada sociedad, puede y debe encararlos del modo que vaya resolviendo las desigualdades, asegurando la tendencia necesaria hacia la equidad. No es un concepto abstracto o inaplicable, es un motor de participación y creatividad para construir sociedades humanas socialmente dignas.

Es una tarea colectiva, puesto que concierne al conjunto, y en modo alguno puede omitirse con argumentos que presuman que el aumento de la productividad automáticamente genera derrame y mejora social. Ante esta necesidad surge preguntarse quienes tienen acreditada su participación en el debate que implica, porque inmediatamente –con la concentración en pocos temas que subyace a la atomización informativa– se restringe a voceros confiables para el statu quo la prioridad de la palabra para instalar qué se dice y cómo se resuelven los problemas existentes, donde la decadencia de la condición social es la nota dominante.

De este modo es posible abrir dos líneas para esa reflexión y debates necesarios. Por un lado, incorporar la voz y experiencias en curso de las organizaciones de la economía popular, las que ponen énfasis en cuestiones prioritarias de trabajos que proponen los protagonistas, con eje en la solidaridad y atención prioritaria al ingreso necesario para la supervivencia de las familias habiéndose advertido que las soluciones asistenciales se deterioran y burocratizan muy rápidamente y, por otro, asumir que necesitamos un concepto más amplio y operativo que el empleo formal como se ha conocido hasta hace pocos años. Así, las labores socialmente útiles como definición del trabajo y la conciencia de pertenecer a una comunidad son una guía para la reflexión y la acción.

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